Por fin había llegado el sábado. Los días que siguieron al martes catorce hubieran podido considerarse una pesadilla para cualquier otro alumno; Snape le había impuesto el castigo de pulir la plata del cuarto de trofeos, había sido perseguido y reprendido por Filch tras haber pisado a la señora Norris, había perdido 50 puntos para la casa Slytherin y con ellos, la simpatía de muchos de sus compañeros, había transformado su ejemplar de “Transformaciones, nivel intermedio” en una curioso artilugio muggle llamado
«cinta de video» y ahora no sabía ni podía consultar cómo revertir el hechizo. Había sido gravemente golpeado por el sauce boxeador cuando sin pretenderlo había aterrizado sobre él durante las clases de vuelo, y había olvidado en algún lugar que no era capaz de recordar la caja de bubotubérculos que la profesora Sprout le había encomendado llevar al invernadero, ganándose otro castigo en cuanto fuera descubierto. Sin embargo, para Rajesh Korrapati aquella estaba siendo la semana más maravillosa del año, ¿Acaso alguien no estaba de acuerdo?
Se acercaba la hora de la cita y el chico Slytherin se acicalaba en su cuarto al ritmo de
Sara Zamana Haseeno Ka Deewana. Había escogido una
camisa estampada cuya elegancia era discutible pero que él consideraba más que adecuada y una chaqueta negra bastante sencilla. Se había perfumado y atusado el pelo, tratando de darle un aspecto desenfadado peinándolo hacia un lado con las manos. Podría decirse que estaba preparado; se sentía como el protagonista de aquellas películas de bollywood que veía con sus hermanos durante las vacaciones de verano e invierno.
Había querido llevar flores a su cita, pero a falta de una visita a Hogsmeade donde hubiera podido comprar un ramo bonito, decidió llevar una mandrágora recién trasplantada que había birlado del cobertizo. Llegó al salón en desuso de las mazmorras donde se le había citado poco antes de la hora del encuentro. Posó la maceta en la cual descansaba la incipiente planta llorona en la primera superficie que observó; una coqueta mesa para dos, ignorando los aperitivos que la escuela – o cupido - había propiciado para la ocasión. Apartó una de las sillas y la orientó de cara a la entrada del salón, sentándose de manera que pudiera verla tan pronto como
ella hiciera aparición. No quería perderse un solo detalle de lo que estaba a punto de suceder;
por fin iba a conocer el amor.